La palabra “conversión”, por si sola abarca una amplia posibilidad de usos, por el simple hecho de significar “una parada y un retorno”, indicando que hubo un cambio de sentido motivado por algún factor que sea. En ese sentido más amplio podemos hablar, por ejemplo, de personas que se convirtieron del alcoholismo a la sobriedad, otros que se convirtieron a sus propias familias tras vivir la vida familiar de forma irresponsable y disoluta, aún otros que se convirtieron de una vida simple y entregada a la arrogancia, altivez y egoísmos. Así, como lo sabemos, las personas podemos convertirnos de cualquier cosa a cualquiera otra cosa.
Ya en el contexto cristiano usamos la palabra “conversión” como referencia al hecho de que dejamos una vida de alejamiento de Dios y pasamos a vivir al lado de Dios. También podemos decir, en ese sentido, que nos hemos convertido al evangelio de Jesucristo. Por eso, cuando hablamos de la conversión en su sentido cristiano, estamos hablando de algo muy serio y profundo: hablamos de una transformación que afecta la forma como pensamos, como encaramos el mundo y como sentimos. Se trata de repensarse uno toda la vida y direccionarla hacia Dios. Es una substitución de los valores firmados en la distancia de Dios por los valores del reino de Dios a la luz de la Biblia.
Pero el problema que suele pasarnos cuando decimos que nos hemos convertido al evangelio y a Dios es que, frecuentemente, lo que se convierte es solo la parte más externa de la vida, lo que nos interesa que los demás vean, o lo que les interesa a los demás ver en nosotros. Por ejemplo: cambiamos el uso de ciertas palabras por otras, dejamos de frecuentar ciertos ambientes y pasamos a ir a otros, encontramos nuevos amigos con los que compartimos la misma fe, etc. Son cambios importantes, pero no los únicos.
Muchos de nosotros nos convertimos al evangelio, empezamos a cambiar cosas en nuestras vidas, pero no profundizamos en ello. Nos quedamos con los cambios más de la superficie de la vida. Pero hay que avanzar a esferas más interiores de nuestro ser, como pueden ser los conceptos y nuestra estructura de raciocinio, donde residen nuestras motivaciones y presuposiciones, cosas que definen nuestros preconceptos, ideologías, ensueños, cosmovisión, etc y que en gran parte nos hacen ser como somos.
Llegamos, entonces, a un punto donde tenemos que mirar hacia dentro de nuestra experiencia religiosa, preguntarnos hasta donde llega la transformación en nosotros mismos y buscar el auxilio de la Sagrada Escritura para tener un referencial bíblico y positivo de la conversión. El texto de Hechos 2.37-41 nos ofrece unas evidencias de la verdadera conversión cristiana que pueden ayudarnos en nuestro constante camino hacia Dios.
1. La conversión es fruto del reconocimiento de que hay una crisis personal: “todos se sintieron profundamente conmovidos… hermanos, ¿qué debemos hacer?” (37) La conmoción y el pedido de ayuda fueron una consecuencia directa del confronto de sus vidas con la palabra de Dios. Un corazón sensible a la voz de Dios y a su palabra es un corazón que se dobla y que reconoce su fragilidad. Se trata del sentimiento y actitud, aparentemente extinto, que se denomina “quebrantamiento”. La autosuficiencia, el orgullo, la ironía, la autodefensa o el sentimiento de que uno ya los abe todo, principalmente en lo que se refiere a la relación entre Dios y nosotros, son los principales venenos que impiden y matan al quebrantamiento.
¿Reconocemos la necesidad de confesar a Dios nuestra vida y nuestros pecados? Caso la respuesta que demos sea positiva, pensemos en cuantas veces lo hacemos cada semana o cada día. El quebrantamiento y la confesión suponen el reconocimiento de que somos frágiles ante Dios y que reconocemos que como seres humanos vivimos, ante Dios, una profunda crisis personal, y que no estamos satisfechos con lo que hemos sido y hecho, y que caminamos en sentido opuesto al de Dios.
Las personas mencionadas en el verso 37 estaban en crisis, pues aunque fueran religiosas, habían vivido todas sus vidas como un determinado tipo de persona y haciendo las cosas pertinentes al tipo de personas que eran, y ahora se han deparado con la realidad del Dios vivo, cara a cara, y ya no había adonde huir. Mientras no reconozcamos nuestra deficiencia ante Dios y nuestro estado de caída y de distancia de él, nuestra necesidad de conversión no pasará de pura fantasía. La palabra de Dios por la acción del Espíritu de Dios es lo único que nos puede convencer de que necesitamos un radical cambio de rumbo.
2. La conversión pasa por el arrepentimiento: “Les contestó Pedro: arrepentíos…” (38). La palabra original del texto que la han traducido por “arrepentíos” es “metanoêsate”, que claramente significa la transformación de mente y sentimientos. Se refiere a una decidida e irrevocable actitud de repensarse toda la vida, desde el menor detalle al más grande de los ideales. Se trata de reformatear y redimensionar cada área de la vida, cada concepto y preconcepto, cada valor y sentimiento, cada proyecto y sueños.
Como vemos en el texto, la respuesta de Pedro a la conmoción y al pedido de ayuda de aquellas personas ha sido clara y directa: “arrepentíos”, o sea, sin una continua transformación de mente y sentimientos no podemos creer que haya una verdadera conversión.
El arrepentimiento es más que una mera tristeza que sentimos cuando hacemos algo mal o desagradable. El sentimiento de tristeza es necesario, pero no es lo último; es preciso transformarlo en una fuerza de cambio, en una actitud que transforma, en un paso hacia Dios. El arrepentirse es negar la caída, mirar hacia delante y tomarle de la mano a Dios. Sin arrepentimiento no hay conversión, por eso es necesario que todos le pidamos a Dios constante y genuino arrepentimiento.
3. La conversión conduce a la incorporación al Cuerpo de Cristo: “y bautizaos cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo" (38), “los que recibieron el mensaje fueron bautizados” (41). Todos nosotros estamos familiarizados con el abordaje más clásico del bautismo como sacramento, donde el bautismo simboliza la purificación de nuestros pecados. Sin negarlo, hay también otro abordaje igualmente importante, pero que recibe menos énfasis: el bautismo como rito de iniciación a la iglesia, el Cuerpo de Cristo. Se trata de la incorporación como un proceso flexible de apertura de espacio entre los que ya estamos para que la nueva persona pueda estructurarse en la palabra de Dios y ejercer sus dones, talentos o ministerios.
De esa forma, es preciso que el cuerpo sea sensible a la llegada del nuevo, pasando si necesario por un proceso de transformación interna, creando un ambiente propicio para que el nuevo hermano crezca, un ambiente interno que genere las oportunidades necesarias para que desarrolle y consagre sus talentos a Dios. Por tanto, el bautismo es algo más que poner agua en la cabeza de alguien, se trata del proceso completo de incorporación en la iglesia lo que incluye ciertamente el discipulado. En ese sentido, el bautismo es fundamental para la buena salud del individuo y de la comunidad de fe.
Además, vemos por el texto que el bautismo es parte del proceso de conversión, o sea, sin la verdadera conversión no hay incorporación, sin conversión no hay la posibilidad de construirse una comunidad auténticamente cristiana. Así, es importante que nuestras experiencias de conversión se conviertan en la matriz del proceso de incorporación de los nuevos en el Cuerpo de Cristo.
4. La conversión genera vida en el Espíritu: “y recibiréis el don del Espíritu Santo” (38). La palabra del apóstol Pedro es muy clara en mostrar que la conversión produce la vida en el Espíritu Santo en nosotros. Aunque que haya cierta controversia sobre el significado de la expresión “el don del Espíritu Santo”, creemos que se refiere al hecho de que recibimos al Espíritu Santo como un don de parte de Dios en el momento de la conversión. En verdad podemos decir que se refiere a la dadiva del Espíritu Santo como consecuencia directa de la conversión. Y si, como hemos ya mencionado, la conversión es la transformación de mente y sentimientos que nos apunta hacia Dios, entonces seguramente que necesitamos contar con la presencia y actuación del Espíritu Santo desde el primer momento de la conversión ya que solos, con nuestra propia fuerza y motivación humana, no tenemos condiciones suficientes como para dejar nuestro estado de muerte ante Dios y asumir el estado de vida que él nos propone y ofrece.
Por tanto, no existe conversión sin la dadiva del Espíritu Santo que nos lleva, a diario, a la búsqueda de transformaciones visibles y progresivas, externas y profundas a la vez. Como convertidos al evangelio de Jesucristo necesitamos abrirnos a la vida nueva en el Espíritu Santo.
5. La conversión es la respuesta humana al llamado de Dios: “para todos aquellos a quienes el Señor nuestro Dios quiera llamar” (39). Reconocemos que el llamado de Dios es fundamental en todos los momentos de la vida cristiana, incluso en la conversión, puesto que la conversión en sí misma es la respuesta que damos como seres humanos a la irresistible voz de Dios que nos llama.
Llamado y vocación son sinónimos. En términos teológicos se refieren a la misma realidad: al acto exclusivo de Dios de despertarnos de la realidad del pecado para la realidad de la vida en Dios. Pero ¿a quien llama Dios? ¿a un grupo socialmente definido? ¡Claro está que no! La vocación o el llamado de Dios va dirigido a personas de todas las etnias, de todos los credos, países, épocas y posiciones sociales. En otras palabras, el llamado de Dios para que tengamos vida en Cristo es un llamamiento universal.
Como convertidos por Dios a su evangelio necesitamos estar atentos a los distintos y permanentes llamados que nos hace Dios a diario para que le podamos responder de manera positiva, clara y objetiva, consagrándole de forma permanente nuestras vidas y dones, puesto que permanentemente nos llama Dios a la santidad, nos llama al arrepentimiento y a la confesión, nos llama a la disposición y al servicio.
6. La conversión exige una actitud en contra de la corrupción: “¡Salvaos de esta generación perversa!” (40). Lo que Pedro nos dice con estas palabras no es que tenemos que luchar contra el pecado en nuestras vidas. Aunque esto no esté descartado por ser lo más básico y trivial de la vida cristiana, pero lo que de hecho dice con estas palabras es que, en consecuencia de la conversión, necesitamos asumir una actitud de no involucramiento con la corrupción que predomina en nuestra época y en el específico contexto en que vivimos.
La expresión “salvaos” puede darnos una impresión de que se trata de una actitud muy pasiva, siendo que más bien lo que nos quiere transmitir es una actitud muy activa, que conlleva a la acción, al pronunciamiento, al ofrecimiento de alternativas concretas del reino de Dios a las personas.
Cuando menciona Pedro a la “generación perversa” sin duda se refiere no solo al momento que vivió en sus días, sino que también a nuestro propio momento histórico, social, filosófico y cultural. Por tanto, no podemos romantizar nuestra actitud contra la corrupción y la perversidad, puesto que luchar contra ella es una consecuencia de la conversión. Siendo la conversión una vuelta hacia Dios el convertido ya no siente placer en la perversidad y ya no quiere más ser connivente con ella y sí comprometido con el evangelio y con Cristo.
Creo que cada día necesitamos profundizarnos en nuestra relación con Dios y comprender estas dimensiones de la conversión nos fornece elementos para una vida más intensa y comprometida con Dios. Este estudio tiene también el propósito de incentivarnos al análisis de nuestras vidas y del rumbo que pueden estar siguiendo principalmente si los miramos desde la perspectiva divina.
La conversión no se resume en un solo momento en que decidimos responder positivamente al llamado de Dios, sino más bien se refiere a una permanente actitud de buscar a Dios, de confesar los pecados, de renovación de nuestro ser y de inconformarse con la perversidad humana que nos rodea y que afecta. ¡Que Dios siga acudiéndonos cada día!
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