Al tratar de entender por categorías bíblicas y teológicas que es lo que nos pasa cuando convertimos nuestra vida hacia a Cristo, pronto nos deparamos con dos palabras que procuran expresar dos conceptos centrales en la experiencia humana de la conversión. Son las palabras “arrepentimiento” y “fe”. Son conceptos que se relacionan y se completan mutuamente, formando así la experiencia de volver nuestra vida hacia a Cristo (la conversión). El arrepentimiento es como si fuera el aspecto triste de la conversión, puesto que se relaciona con el sentimiento de profunda tristeza por la vida alejada de Dios que hemos vivido hasta ahora (a esa vida lejos de Dios la llamamos “pecado”). El arrepentimiento, por tanto, describe el cambio en la forma como pensamos y como sentimos acerca de nosotros mismos cuando estamos y nos vemos ante Dios.
Pero si el arrepentimiento lleva ese sentimiento de tristeza por el pecado, la fe, de forma complementaria al arrepentimiento, describe la alegría y la paz por haber sido aceptados por Dios mediante la justicia de Cristo. La palabra “fe” en su sentido más fundamental significa la aceptación de una persona o de un testimonio que se considera como verdadero, generando en consecuencia una firme creencia y actitud de confianza, entrega y descanso.
Pero al mirar el texto de Romanos 1.16-17 vemos que el concepto central de la fa se relaciona con la justicia de Dios o, en otras palabras, con el hecho de que Cristo nos ha justificado ante Dios mediante su muerte y resurrección. Por medio del evangelio la justificación promovida por Jesucristo se revela, y únicamente por medio de la fe nosotros la recibimos y la vivimos en todas las dimensiones de nuestra vida. A eso se conoce en la teología por la expresión “sola fide”.
El “sola fide”, por tanto, nos habla de que recibimos los meritos redentores de Cristo únicamente por la fe y así nos vemos revestidos por la justicia o la justificación de Cristo. No hay otro vehículo por el que podamos recibir los meritos redentores (justificación) de Cristo sino por la fe, puesto que no hay en nosotros mismos ninguna clase de meritos personales suficientemente grandes como para que podamos justificarnos a nosotros mismos ante Dios.
“La fe, que así recibe a Cristo y descansa en Él y en su justicia, es el único instrumento de justificación. Sin embargo, no está sola en la persona justificada, sino que siempre va acompañada por todas las otras gracias salvadoras, y no es una fe muerta, sino que obra por amor” (Confesión de Fe Westminster 11,2).
La justificación por la fe solamente es un acto de Dios por el cual nos perdona todos nuestros pecados y nos trata y recibe como personas justificadas plenamente ante él, como resultado de que Cristo haya abonado nuestra deuda eterna con el Padre. Y la única condición esencial para que la justicia de Dios se impute a nosotros es el ejercicio de la fe en Cristo que nos la concede Dios como un don de su gracia.
En este concepto reside posiblemente uno de los elementos más centrales de la enseñanza de la Biblia, puesto que la justificación o la salvación por la fe solamente, y no por ningún merito, obra o esfuerzo humanos, es la doctrina que hace el autentico cristianismo distinto de todas las demás religiones. En ese sentido, la verdadera experiencia cristiana de la fe salvadora para la justificación de nuestros pecados por la obra exclusiva y finalizada de Jesucristo, hace del cristianismo la religión de la plena realización divina a favor de los seres humanos y no la religión de la plena realización humana a favor de uno mismo.
Esa es una dimensión importante de la fe. La recibimos como un don de la gracia de Dios y por medio de ella depositamos nuestro ser en manos del único que nos puede salvar y justificar ante Dios, la depositamos en manos de Jesucristo y así ya no nos vemos más bajo el peso que representa nuestra posición de alejamiento culposo de Dios. Todo por el contrario, al depositar nuestra fe únicamente en Jesucristo recibimos como herencia perpetua la perfecta justicia que procede de la obra y de las manos bondadosas de Dios.
Por eso, dice el apóstol Pablo en el texto de Rm, que él no se avergüenza del evangelio, porque el evangelio no es un camino más que nos conduce a una religión meramente humana, sino que el evangelio es el poder de Dios para la salvación de todos los que creen, independientemente de quienes sean. Para Dios no cuenta nuestro origen, ni nuestra etnia, ni nuestro status económica o nuestra situación moral… lo que de hecho vale para Dios es que creamos, los que ejercen su fe creyendo en Cristo se deparan con el poder vivificador y salvador de Dios. En base a esa fe justificadora que nos concede Dios vamos cambiando paso a paso, asumiendo nuevas posturas, tomando nuevas decisiones, ilusionándonos con nuevos ideales y proyectando nuestra vida toda desde los valores del reino de Dios.
Asumir una vida como justificados por Cristo es una actitud de fe que nos conduce a nuevas posturas antes Dios, ante nosotros mismos y ante las demás personas. Es muy interesante ver como el apóstol Pablo nos presenta estas nuevas posturas. Su afirmación que de no se avergonzaba del evangelio denota que Pablo interpretaba las situaciones de su vida a la luz del evangelio, o sea, ya no más desde sus antiguas percepciones, conceptos y experiencias, sino más bien que desde la perspectiva del evangelio las demás cosas y situaciones pueden ser comprendidas, redefinidas y afrontadas. Ese es el verdadero ejercicio de fe que nos propone el evangelio de Cristo.
Además, nos dice Pablo que “la fe es de principio a fin”, o literalmente “que la justicia que procede de Dios es de fe a fe”, como si fuéramos caminando de una a otra experiencia de fe, o como se fuéramos creciendo de una experiencia de fe a otra, lo que nos va haciendo cada día más maduros y fuertes en la fe. Y la verdad es que ese es el sentido del texto. La fe que empezó en nuestra vida como un don de Dios por la cual recibimos su acto de considerarnos justificados de nuestro pecado, no se limita a ese hecho inicial. Empieza con la justificación, pero sigue adelante a lo largo de toda nuestra vida y por todas las dimensiones de nuestro ser. Es una fe que crece integralmente y nos abarca por completo, transformándonos por completo.
Dicho eso, podemos comprender mejor el sentido que tiene la expresión “el justo vivirá por la fe”. Se trata de una citación hecha del profeta Habacuc 2.4, sacado de la respuesta dada a Dios a las quejas del profeta ante la inminente disciplina sobre las injusticias e incredulidades del pueblo. Según leemos en Habacuc, Dios le dice que “el insolente no tiene el alma recta, pero el justo vivirá por su fe”. Son dos caminos, dos estilos de vida, dos formas de encararse a uno mismo, a Dios y al mundo: la insolencia y la justicia. La insolencia se base en un alma torcida e impura, mientras que la justicia se guía por una vida de fe.
“Vivir por la fe”, por tanto, tiene que ver directamente con los valores de la justicia del reino de Dios, o diciéndolo de otra forma, vivir por la fe es vivir toda las dimensiones de la vida humana desde la perspectiva redentora del evangelio de Cristo. Así siendo, nos es imposible, siempre y cuando creemos verdaderamente en Cristo, no vivir por la fe. Vivir por la fe es buscar a diario los caminos de la justicia de Dios en nuestras vidas y mantener un comportamiento, fruto de la mente transformada por la palabra de Dios, que sea digno del evangelio de Jesucristo.
Pero hay otra dimensión que necesitamos mencionar cuanto a la justificación de nuestros pecados únicamente por la fe salvadora: se trata de que esta justificación por la fe es definitiva. Como el pecado entró en la realidad y naturaleza humanas de forma definitiva, alejándonos culposamente de Dios y haciéndonos herederos de unas consecuencias eternas, de la misma manera los efectos de la fe en la justicia de Cristo son eternos y anulan la culpa y las consecuencias eternas del pecado. Lo que quiero decir es que una vez alcanzados por la justicia de Cristo estamos definitiva y eternamente salvados de nuestra condición de alejados y contrarios a Dios. La salvación o la justificación del pecado son actos definitivos de Dios. No hay como dar marcha atrás, como decía uno de mis antiguos profesores: “al ser alcanzados por Cristo estamos condenados a ir al cielo”.
Lo contrario sería, eso sí, muy complicado, pues si pudiéramos dar marcha atrás en la salvación eso significaría que la obra de Cristo no es completa o que no es suficiente para salvarnos de verdad. Sería una obra hecha por la mitad y sin la eficacia suficiente para arrancarnos del lugar-común del pecado y de la amarga distancia de Dios.
Somos justificados por Dios mediante la fe en Jesucristo. La “sola fide”, por tanto, es uno de los fundamentos más importantes de la enseñanza cristiana y bíblica. Está repleta de significados para la vida cristiana y nos da la firme seguridad de que caminamos rumbo a los propósitos eternos de Dios, aunque ni siempre los podamos vislumbrar de inmediato en el día a día de la vida de uno. Así siendo, por encima de todo, debemos seguir firmes manteniendo nuestra vida guiada por la verdadera fe en la justicia y en la palabra de Jesucristo, nuestro Señor.
¡Que Dios nos bendiga a todos!
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