Cuando nos miramos a nosotros mismos como iglesias e individuos observamos que las diferentes influencias que nos llegan desde la sociedad frecuentemente determinan muchos de nuestros conceptos, creencias, prácticas cristianas y hasta la forma como hacemos el trabajo misionero. Como parte de eso sufrimos el tremendo impacto de una sociedad que vive la esperanza limitada al inmediato. Esta esperanza a la que me refiero se basa en las posibilidades personales y en las adquiridas por el individuo y se traduce por la carrera desenfrenada por el acumulo de bienes, por el determinismo del consumo inmediato y por el endiosamiento de las sensaciones corporales. Podemos decir que vivimos en sociedades que esperan disfrutar al máximo y por todos los medios posibles de todo lo qua hay, aquí y ahora. No queda nada, o queda muy poco, que esperar para el más allá de esta vida terrenal (a no ser una expectativa reencarnacionista y esotérica cuanto al más allá de la muerte).
Puede que parezca un exagero, pero esta “escatología del aquí y ahora”, de las posibilidades personales, de la locura por el dinero, del consumo que determina quiénes somos y de la adoración de las sensaciones empieza a marcar de forma preocupante a nuestras prácticas, creencias y disposiciones cristianas. Desafortunadamente, eso puede conducirnos a una fe y misión secularizadas.
Como vemos la forma como se encara la misión nos vemos frecuentemente presos por el círculo vicioso de la falta de una solida esperanza bíblica y cristiana. Ocurre más o menos así: tenemos una teología de misión suficientemente débil que la compensamos por la supuesta fuerza de las estrategias bien elaboradas, por el consumo de métodos evangelisticos que nos garantizan el éxito, por la competencia en ganarse los mercados aun no conquistados, por el brillo alucinante de los gordos presupuestos internacionales que financian los grandes congresos misioneros y por el inmediatismo en la medición de los resultados numéricos, entre otras cosas.
Se trata de la ausencia (o, por lo menos, de una flaca presencia) de la verdadera esperanza cristiana aplicada a la misión. En verdad, las estrategias y los métodos evangelisticos, la celebración de congresos, la necesidad de presupuestos bien elaborados y ejecutados, la publicación de materiales, la definición de criterios y la solida preparación de los obreros encuentran su debido lugar como derivados de una teología solida que sirva de base para la iglesia en misión. En ese sentido, la esperanza cristiana, además de un regulador necesario para nuestro trabajo misionero, es también parte fundamental de esa teología. ¿Hasta dónde llegaríamos con una misión sin esperanza?
Es importante, por tanto, observar como la Biblia asocia la esperanza cristiana con la obra misionera. Diciéndolo de otra manera, la iglesia en misión se fundamenta estrechamente en la expectativa escatológica cuanto al que Dios nos prometió que haría en este mundo. Queremos decir con eso que la obra misionera debe avanzar a lo largo de la historia como un reflejo de la firme esperanza que tenemos como iglesia de que Dios manifestará oportunamente su propósito amoroso y redentor concretizado en Jesucristo. Para tanto, veamos qué nos enseñan algunos textos de la palabra de Dios.
En el conocido texto de Génesis 12.3 encontramos una verdadera afirmación de esperanza misionera: “¡por medio de ti serán bendecidas todas las familias de la tierra!”. Literalmente tenemos aquí una promesa de Dios afirmando que bendecirá a todos los pueblos (familias, tribus) de la tierra inicialmente por intermedio de Abraham, extensible a Israel (AT) y, en nuestros días por medio de la iglesia (NT).
Esa promesa de bendición representó para Israel y lo representa para la iglesia hoy una gran esperanza en la actuación futura y redentora de Dios en el mundo. Dios nos garantiza la eficacia de su bendición salvadora por todo el mundo, nos garantiza de que no se olvidará de los pueblos y de las familias que aparentemente están más alejados de él que otros. Dios nos promete solemnemente que no frenará su acción redentora en el mundo; al contrario, declara que su bendición será realmente extensiva a toda la tierra. De esa forma, Dios declara tanto su especial interés por el estado de vida de cada una de esas familias de la tierra, como su efectiva acción salvadora hacia a ellas.
Además, la promesa de Dios representa para la iglesia, como lo representó para Israel en su día, fuerza para vivir y cumplir con su misión entre todos los pueblos de la tierra. Dice la promesa: “por medio de te serán bendecidas”, lo que significa que además de estar destinada a los pueblos de la tierra, se destina también a nosotros en el sentido de que será a través de la acción de la iglesia (derivada de la acción mayor y redentora de Dios) que los pueblos Terán la oportunidad de conocer al Dios redentor y a su redención.
Así siendo, nos debemos ver como un pueblo que está directamente inserido en la promesa de la salvación universal de Dios, puesto que somos su vehículo de proclamación por toda la tierra. Creo que es muy significativo y animador que al prometer la salvación para el mundo, nos incluya Dios en los términos de su promesa como el canal humano por el que llegará esa bendición a todos. Eso nos debe animar y ayudar a superar los dolores, heridas y desilusiones; debe mantenernos continuamente en búsqueda de la acción de Dios, puesto que no permite que nos embrutezcamos por las asperezas del camino.
Otro texto también conocido es el de Mateo 28.20 que en s parte final dice: “y os aseguro que estaré con vosotros siempre, hasta el fin del mundo”. Desafortunadamente, la parte final de la Gran Comisión, que por cierto es también con estas palabras que Mateo concluye su evangelio, ha sido olvidada muchas veces o subutilizada en nuestros discursos y estudios de la misión. Sin embargo, estas palabras de Jesús tienen un peso considerable, puesto que fueron dichas en el contexto del envío de los discípulos al mundo con la misión de hacer nuevos discípulos de Cristo.
Se trata de una promesa distinta de las que estamos acostumbrados a oír en el cotidiano, pues además de nos prometer que su presencia será permanentemente eterna y proyectada para el futuro escatológico ("hasta el fin del mundo"), también se caracteriza por ser permanentemente presente ("estaré con vosotros siempre"). La iglesia puede contar que a medida en que se esparce por el mundo (no solo hablando de naciones política y geográficamente, sino que también de cada dimensión de la vida humana dentro de esas naciones) proclamando y promoviendo el mensaje de la salvación y haciendo nuevos discípulos, Jesucristo estará presente en su vida y en su obra.
Por la estructura de la Gran Comisión vemos que la presencia de Cristo resucitado se deriva de su autoridad real, universal y absoluta, lo que significa que toda la acción de la iglesia también se deriva de esa misma autoridad y se sustenta en la promesa y esperanza de su presencia. En ese sentido, podemos hablar de una presencia activa de Jesucristo, el rey eterno, en la vida de la iglesia en misión.
Jesús está activamente presenta en la misión por ser, como Dios, el principal interesado en la redención del ser humano. No se hace presente asistiendo al campeonato mundial misionero como un aficionado más de la iglesia. Se hace presente a través de su acción constante en la vida de la iglesia y del mundo, está inserido en el proceso, siempre lo estuvo conduciendo y siempre lo estará “hasta el fin del mundo”, hasta que con la vuelta de Cristo sea instaurado completa y definitivamente en reino eterno de Dios. Con esa esperanza debe la iglesia seguir su camino, asumiendo día a día, generación tras generación, su responsabilidad misionera entre los pueblos del mundo.
Pero cuando hablamos sobre la esperanza no podemos olvidarnos del eje central de la esperanza cristiana: la resurrección. En 1 Corintios 15 tenemos uno de los textos más significativos del Nuevo Testamento sobre el tema de la resurrección de Cristo como la base para que la iglesia viva y sirva hoy y para que los cristianos esperemos nuestra propia resurrección. No nos cabe aquí hacer un abordaje más amplio del texto y sus extensiones, sino más bien destacar que nuestra esperanza en Cristo, partiendo de su victoria sobre la muerte, nos trae serias y profundas implicaciones para la forma como realizamos la obra y la misión recibidas de Dios.
Buscando corregir una falsa enseñanza que negaba la resurrección (15.14-15), el apóstol Pablo argumenta que en el caso de que Cristo no hubiera resucitado (como decía la falsa enseñanza), nuestra predicación (kerigma) y nuestra fe estarían absolutamente destituidas de cualquier valor y nos convertiríamos en falsos testigos (pseudomártires) de Dios. Ya no podríamos vivir y peregrinar por el mundo como verdaderos testigos de Jesucristo (Hc 1.8) si no fuera genuina y real la esperanza que tenemos por la resurrección de Cristo.
Pablo finaliza el capítulo (15.58) con palabras que nos llenan de ánimo y esperanza para la realización de la misión en el mundo: “por lo tanto, mis queridos hermanos, manteneos firmes e inconmovibles, progresando siempre en la obra del Señor, conscientes de que vuestro trabajo en el Señor no es en vano”. No hay duda de que estas palabras están directamente conectadas con el tema de la resurrección, pues se tratan de palabras con las que concluye el tema. Así siendo, es importante observar que esta conclusión de Pablo acerca de la doctrina de la resurrección sigue la misma línea del servicio que realizamos aquí y ahora. O sea, la principal implicación de la esperanza futura que tenemos en Cristo es la misión en sí misma.
Testificar del evangelio de Jesucristo por todo el mundo y por todos los ambientes del mundo es una misión que, en nuestra vida, nos debe caracterizar de forma muy especial: al involucrarnos en la mies de Dios con la nítida esperanza en el Cristo resucitado, nuestra posición y comportamientos deben estar firmemente asumidos y establecidos, no nos dejando llevar por las tentaciones del camino, ni por sus dificultades y asperezas, sino que manteniéndonos firmes en lo que creemos y en lo que tenemos que hacer, realizando la misión de forma intensa y abundante. Además, es preciso siempre traer a la mente que toda la obra realizada en el Señor, el Cristo resucitado, no será en vano.
Podemos decir que la misión tiene futuro, pues el futuro está presente en la misión. En otras palabras, la iglesia en misión está destinada al éxito, no por nuestras estrategias, convenios, recursos ni por nosotros mismos, sino que por estar fundamentada en el Cristo resucitado (manifestación máxima del amor de Dios) y por ser realizada en la perspectiva de la esperanza en la resurrección y establecimiento final del reino eterno.
En conclusión, una de las fuerzas de la expansión del cristianismo, desde su inicio, es su capacidad de comunicar la esperanza junto a su capacidad de servir al mundo. Eso tiene que ver con la transmisión de nuestra esperanza cristiana frente a la no-esperanza (¡desespero!) del mundo, como leemos en Efesios 2.12 y 1 Tesalonicenses 4.13-14. ¡Sigamos firmes y en esperanza en la misión de Dios!
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