La acción concreta e interesada de Dios por la salvación humana es la matriz principal para el permanente estado de misión de la iglesia y, al leer Juan 3.16 vemos que tanto la acción redentora de Dios como la iglesia en estado de misión se enraízan en el amor de Dios: “porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él tenga la vida eterna.” Dios parte de su amor al mundo para proporcionar la redención a todo el que cree. Hablamos de un proceso redentor completo, centrado en el evento de la encarnación/muerte/resurrección de Cristo que tanto es impulsado por el amor, como lo manifiesta al mundo.
Este concepto es también repetido por Juan en su primera carta: “en esto conocemos lo que es el amor: en que Jesucristo entregó su vida por nosotros” (1 Jn 3.16); “así manifestó Dios su amor entre nosotros: en que envió a su Hijo unigénito al mundo para que vivamos por medio de él” (1 Jn 4.9); “él nos amó y envió a su Hijo para que fuera ofrecido como sacrificio por el perdón de nuestros pecados” (1 Jn 4.10). Además, Dios se presenta como siendo él mismo el amor – “Dios es amor” (1 Jn 4.8, 16). Lo que vemos aquí es que el Dios que ama es el Dios que salva. El amor de Dios, o el Dios que en sí mismo es el amor, lo llevó a enviar a Jesucristo a este mundo para generar la única posibilidad real de redención al ser humano. La misión redentora de Dios en el mundo (missio Dei), por tanto, esencialmente es una misión de amor.
Ante esa realidad no podemos concebir una vocación y acción misioneras por parte de la iglesia que no se definan por el amor o que no caractericen sus metas y métodos por el amor. Tampoco que no miren al mundo y a las personas con amor y que no se manifiesten en acciones concretas de amor. En otras palabras, si la iglesia busca, de hecho, inspiración y modelo en su Dios, entonces no puede haber misión sin amor. De la misma manera como el amor es el ambiente donde se desarrolla la misio Dei en el mundo, el amor también es el ambiente que vocaciona, motiva y delinea la misión de la iglesia.
Pero ¿de qué forma el amor de Dios puede ser vivido por la iglesia en misión? Leyendo atentamente 1 Jn 4.7-21 observamos que el seguimiento del amor redentor de Dios es el compromiso de vida que tenemos de amar los unos a los otros: “queridos hermanos, amémonos los unos a los otros, porque el amor viene de Dios, y todo el que ama ha nacido de él y lo conoce” (1 Jn 4.7); “queridos hermanos, ya que Dios nos ha amado así, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros” (1 Jn 4.11); “si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros, y entre nosotros su amor se ha manifestado plenamente” (1 Jn 4:12); “ese amor se manifiesta plenamente entre nosotros para que en el día del juicio comparezcamos con toda confianza, porque en este mundo hemos vivido como vivió Jesús” (1 Jn 4.17); “nosotros amamos a Dios porque él nos amó primero” (1 Jn 4.19); “y él nos ha dado este mandamiento: el que ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Jn 4.21). Parece lo suficientemente claro que la única opción misionera que tenemos como iglesia, al proclamar la redención de Cristo, es manifestar el amor de Dios por la humanidad a través de acciones concretas que evidencien ese amor.
Ante eso, el compromiso de expresar el amor redentor de Dios es un reflejo directo de la relación amorosa que pasamos a tener con Dios, como consecuencia de su propio amor en nuestro ser. Eso significa que el amor redentor de Dios en nosotros establece un vínculo eterno de relación entre Dios y nosotros. “Todo el que ama ha nacido de él y lo conoce” (1 Jn 4.7): filiación, convivencia e conocimiento se tornan en la base de esa relación amorosa e redentora. Se trata de una relación que inevitablemente reformatea toda nuestra existencia, lo que afecta la forma como vemos y ejercemos la misión en cuanto iglesia. “Dios es amor. El que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en él” (1 Jn 4.16): permanecer en Dios implica en vivir como él vivió (1 Jn 2.6), se trata de una permanencia que nos lleva a un estilo de vida que refleja en nuestra práctica diaria el interés de Dios en redimir y restaurar el ser humano. Por tanto, nuestra relación con Dios no se confina en la interioridad de nuestra vida espiritual; antes, ultrapasa nuestra espiritualidad interior y se consolida en un andar misionero y amoroso como el de Cristo, permaneciendo en él. Asumir como iglesia nuestro compromiso de vida con el Dios amoroso y redentor es, ante todo, un constante ejercicio de fe, comunión y amor que se expresan en nuestra jornada misionera en el mundo.
Notamos, aun, que esta iglesia que está en plena misión de amor en el mundo, como seguimiento de la misión amorosa y redentora de Dios, solo puede vivir y realizar su misión de forma concreta. El apóstol no deja duda cuanto a eso: la iglesia en misión “entrega su vida por los hermanos” (1 Jn 3.16); “ama los unos a los otros” (1 Jn 4.7); “debe amar los unos a los otros” (1 Jn 4.11); “ama también a su hermano” (1 Jn 4.21). La iglesia misionera es una iglesia que ama, que está direccionada para fuera de sí misma, que expresa a todos los demás el amor redentor de Dios de forma concreta, visible y vivencial. Cuando nos vemos solo a nosotros mismos y nos olvidamos que nuestra vocación se define por el servicio amoroso prestado al mundo, nos convertimos en puro odio, aun que afirmemos lo contrario. Juan es claro: “si alguien afirma: ‘yo amo a Dios’, pero odia a su hermano, es un mentiroso; pues el que no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios, a quien no ha visto” (1 Jn 4.20). Eso nos dice que solo hay una manera de decirle a Dios que lo amamos: amando a los hermanos, amando a los demás seres humanos.
Así que volvemos a la pregunta inicial: ¿hay misión sin amor? De forma muy clara podemos afirmar que no. De ninguna manera la iglesia podrá vivir su vocación misionera en el mundo a no ser que esté fuertemente impulsada por el amor que tiene Dios al mundo y a la propia iglesia, que es el amor que define a su ser. Por tanto, como iglesia en misión de amor al mundo, debemos considerar las palabras de Juan: "no amemos de palabra ni de labios para fuera, sino con hechos y de verdad” (1 Jn 3.18). Ya no nos podemos imaginar una misión cristiana definida únicamente por lo verbal. La proclamación verbal precisa ser necesariamente acompañada, formada y definida por obras especificas que manifiesten el amor y la gracia de Dios y alivien en sufrimiento causado por el pecado y todas sus consecuentes manifestaciones corruptas e injustas en la vida de los individuos y de la sociedad. En ese sentido, todavía no se enfatiza debidamente el lugar fundamental que ocupa la diaconia en el concepto y en el trabajo misionero.
Constatamos, desafortunadamente, que en el trabajo misionero nuestras obras de amor son sustituidas por la excesiva verbosidad y por una espiritualización radical de la situación y del sufrimiento humano. En verdad eso representa una peligrosa simplificación de nuestra vocación misionera. En otras palabras, gran parte del trabajo misionero se reduce a un grupo de estrategias que ponen énfasis en la persuasión (manipulación de sentimientos), en la sanidad interior (que excluye la complexidad de la vida exterior), en una angustiosa batalla entre ángeles y demonios en la “espiritosfera” (con fuertes matices del espiritismo) o en una visión (¿teológica?) que tiene como finalidad casi única la adhesión de un creciente número de personas a la iglesia.
Es fundamental rever estas y otras tendencias que han sido instaladas en la esencia del concepto y del trabajo misionero y que impiden un verdadero y efectivo fluir del amor como un segmento consecuente y consciente del amor redentor de Dios en Cristo. “Amar los unos a los otros” y “entregar la vida por los hermanos” (1 Jn 3.16; 4.7,11,21) son términos que guían a la iglesia a una existencia misionera en el mundo. Son expresiones que forman la ruta para la peregrinación de la iglesia entre los seres humanos. Establecen la verdadera motivación para acercarnos a las personas y anunciarles el evangelio. Indican la clase de disposición para el servicio (diaconia) que necesariamente caracteriza nuestra relación con la sociedad y con todo el mundo.
Estas dos expresiones encuentran su dimensión más concreta en 1 Jn 3.16-18: “en esto conocemos lo que es el amor: en que Jesucristo entregó su vida por nosotros. Así también nosotros debemos entregar la vida por nuestros hermanos. Si alguien que posee bienes materiales ve que su hermano está pasando necesidad, y no tiene compasión de él, ¿cómo se puede decir que el amor de Dios habita en él? Queridos hijos, no amemos de palabra ni de labios para fuera, sino con hechos y de verdad.” Parece que Juan no nos deja la opción de interpretar el tema del amor de forma romántica o espiritualizada. Entonces, ¿cómo ver (experimentar y comunicar) el amor de Dios? La secuencia del texto es muy significativa: Cristo entregó su vida por nosotros, en consecuencia debemos entregar nuestra vida por los demás. ¿De qué forma entregamos nuestra vida y nos identificamos con la dadiva del amor de Cristo? La respuesta no deja lugar a duda: abriéndole nuestro corazón a un hermano con necesidad. Los “bienes materiales” (talentos naturales, dones, tiempo, experiencia, amistad, oír, llorar, casa, dinero, espacios, coche, alimentos, ropas, palabras, toques, gestos, sonrisas…) es parte de la dinámica misionera de la iglesia que, en obras y verdad, abre su compadecido corazón para servir al mundo demostrando la gracia de Cristo. La involucración desinteresada con el sufrimiento humano, cualquiera que sea su manifestación e intensidad, es la esencia de nuestra identificación misionera con Cristo, que se encarnó, murió y resucitó por amor a la humanidad.
“No tener compasión de él” es la declaración pública de nuestra alienación del amor de Dios y nuestra opción por el odio. Un odio que posiblemente no se manifieste en agresiones físicas (¡a menos que creamos que guerras y embargos a países que se resisten al evangelio sean justificables o sean la voluntad de Dios!), sino mas bien por la forma como clasificamos a las personas y nos acercamos a ellas. Estamos ante Cristo que ha dado su vida por el mundo, expresión máxima del amor redentor de Dios. El Cristo que vemos en los evangelios se comporta y se relaciona con las personas en base al amor. Vemos en la Biblia al Cristo que ama, que salva, que libera, que perdona, que alimenta, que produce vida. No hay duda de que la misión que recibimos de Cristo debe seguir el mismo camino (Jn 17.18).
Es fundamental que volvamos siempre a Dios como punto de origen y de conclusión de la misión y preguntémonos: ¿hay misión sin amor?
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