jueves, 27 de mayo de 2010

La Eficacia del Sacrificio de Cristo

Hoy día se busca como nunca la eficacia en los negocios y en el trabajo. Llegamos a contratar especialistas que nos ayuden a reorganizar nuestras empresas para que alcancemos resultados más eficaces y no perdamos lugar a otros. Sin embargo, muy pocas veces nos preocupamos en que la eficacia también alcance nuestra vida personal, aunque reconozcamos su importancia. Lo mismo podemos decir cuanto a nuestra relación con Dios: ni siempre logramos mantener una vida espiritual verdaderamente eficaz, en fin somos pecadores e imperfectos. Por otro lado, al relacionarse con nosotros Jesucristo ha sido plenamente eficaz, el 100%. No nos ha fallado en nada, ni nuestro propio pecado ha sido suficiente para neutralizar o disminuir la eficacia de su obra en nuestro favor.
El texto de Mateo 27.45-56 narra le muerte de Jesucristo. Una muerte requerida por el propio Dios para que su justicia fuera satisfecha en relación a nuestro pecado y al consecuente alejamiento de él. Se trata de un texto rico en detalles que nos pone ante la realidad del Cristo crucificado y muerto: ¡un cuadro pintado con la sangre del único justo!
Al leerlo comprendemos, entre otras cosas, que la muerte de Cristo no ha sido un mero accidente histórico, mucho menos un caso que no afecta directamente nuestra vida hoy para nada. Todo por lo contrario, es un texto que nos ayuda a ver que por su muerte Cristo ha producido un sacrificio absolutamente eficaz para generar la vida eterna a todos los que creen. ¿De qué forma ha sido eficaz el sacrificio de Cristo?

1. Cristo asumió nuestro pecado (27.45-49): la palabra “pecado” en la sociedad actual es rechazada por unos, considerada por otros como ridícula, mal comprendida por terceros y desacreditada por casi todos. Sin embargo, leemos en la Biblia que el ser humano está alejado de Dios y ese es el núcleo de su pecado, lo que hace con que la totalidad de su ser esté corrompida y él mismo sea incapaz de producir algún bien espiritual suficiente para alterar ese estado en que se encuentra ante Dios.
Ese pecado establece una especie de deuda que el ser humano tiene para con Dios. Una deuda que el tiempo no la apaga, que las buenas intenciones no la amortizan y que nuestra religiosidad personal (por más necesaria que sea) es insuficiente para liquidarla, lo que mantiene encendida nuestra separación de Dios: “pues todos han pecado y están privados de la gloria de Dios” (Rm 3.23); “dice el necio en su corazón: ´no hay Dios´. Están corrompidos, sus obras son detestables; ¡no hay un solo que haga lo bueno! Desde el cielo el Señor contempla a los mortales, para ver si hay alguien que sea sensato y busque a Dios. Pero todos se han descarriado, a una se han corrompido. No hay nadie que haga lo bueno; ¿No hay uno solo!” (Sl 14.1-3)
Pero en el registro hecho por Mateo sobre la muerte de Jesucristo, algo muy significativo se destaca, su grito de dolor interior: “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has desamparado?” Ahí vemos a Jesucristo, el propio Dios y Señor, con su corazón despedazado por un pecado que no le pertenecía. Se vio en aquel momento desamparado por su Padre. En el momento de la cruz y la muerte, Cristo asumió nuestro pecado, el de cada uno de nosotros, pagando la deuda que tenemos con Dios. Asumiendo nuestro pecado, él cumple con el propósito de su venida a este mundo, librándonos de las consecuencias eternas que esa deuda nos traería. Por eso, al creer en Cristo y depositar toda nuestra confianza en sus manos, cada uno tenemos la oportunidad de entender exactamente el significado y experimentar la eficacia de su sacrificio; podemos vivir y disfrutar desde ahora y eternamente de todos los beneficios de su sacrifico eficaz.

2. Cristo nos abrió el camino hacia Dios (27.50-53): lo que vemos en el texto es que el camino hacia Dios ha sido eficazmente abierto por el sacrificio de Cristo: “en ese momento la cortina del santuario del templo se rasgó en dos, de arriba abajo” (27.51). Se refiere al templo construido en Jerusalén por Herodes. La cortina separa las dos salas: de un lado estaba el Lugar Santo donde algunos sacerdotes podían entrar; de otro, estaba el Lugar Santísimo donde solo el sumo sacerdote entraba una vez al año para ofrecer sacrificio a Dios, pues en el concepto de los judíos era ahí el lugar donde habitaba Dios.
El gran sacrificio de Cristo por el pecado de los seres humanos (¡por mí pecado!) acabara de ser ofrecido en la cruz. Por tanto, ya no había más la necesidad de un sumo sacerdote que sacrificara e intercediera por los hombres en el Lugar Santísimo. La cortina que separaba Dios de los seres humanos ha sido rasgada por la eficacia del sacrificio único y definitivo de Jesucristo. Ahora el camino hacia el Lugar Santísimo y hacia Dios está libre y cada uno podemos mantener comunión plena con Dios por medio de Cristo.
La cortina se ha rasgado de arriba abajo, como dice el texto, indicando que la iniciativa de abrir paso entre Dios y los seres humanos ha sido exclusivamente del propio Dios. Ninguno de nosotros, con nuestros recursos, podemos abrir ese paso. Esa es una obra exclusiva de Cristo que con la aspersión de su sangre nos ha abierto, eficazmente, un camino libre y directo a Dios, tornándose nuestro único sacerdote que intercede por nosotros a Dios y nos une a él.
“Por medio de Jesús, y mediante la fe, tenemos acceso a esta gracia en la cual nos mantenemos firmes… cuando éramos enemigos de Dios, fuimos reconciliados con él mediante la muerte de su hijo” (Rm 5.2,10).

3. Cristo nos revelo su divinidad (27.54): el sacrificio de Cristo ha sido eficaz, también, revelándonos su divinidad: “cuando el centurión y los que con él estaban custodiando a Jesús vieron el terremoto y todo lo que había sucedido, quedaron aterrados y exclamaron: ¡Verdaderamente éste era el Hijo de Dios!” A través de su muerte Cristo se revela como Dios.
La divinidad de Jesús es un hecho que siempre ha sido contestado a lo largo de la historia. Muchos lo ven como un ejemplo de vida, un gran líder religioso, un filósofo o hasta un revolucionario. Y muchos siguen intentando probar o demonstrar de alguna manera que Cristo no es Dios. Por cierto que la creencia cristiana en la divinidad de Cristo es un tremendo incómodo para muchas personas. El hecho de que Cristo es el Dios que se ha encarnado, tornándose en un ser humano en la plenitud de la palabra, es uno de los elementos claves para la fe cristiana.
Es pleno Dios y, a la vez, pleno hombre. Solo así pudo asumir nuestro estado de pecado y transformar radicalmente nuestro estatus ante Dios, abriéndonos el camino de la reconciliación plena con Dios. No creer que Jesucristo sea el verdadero Dios es, de hecho, vivir un falso cristianismo.
Es curioso notar que los soldados romanos que ejecutaban a Jesús fueron impactados con la revelación de su divinidad y lo reconocieron como Dios ahí donde estaban, al pie de la cruz. Lo que les pasó por la mente en aquel momento nadie es capaz de saberlo, pero el texto nos muestra que fueron poseídos por un gran temor, se quedaron literalmente aterrados al percibir que habían matado al Hijo de Dios, al propio Dios. ¡Pero reconocieron que Cristo era Dios! Es justo el reconocimiento humano sincero de que estamos ante Dios lo que solidifica nuestro arrepentimiento y nuestra fe, es lo que nos abre la mente y el corazón para conocer y convivir con Dios a través de su palabra.

En conclusión, la muerte de Cristo no es solo una mera historia que debemos oírla, aprenderla y admirarla. Se trata, por encima de todo, del sacrificio capaz de liberarnos de las tinieblas, del pecado, del alejamiento de Dios y de sus consecuencias funestas. Se trata de un sacrificio eficaz ofrecido en nuestro lugar y en nuestro favor. ¿Cómo vamos a reaccionar frente a eso? ¿Cómo los romanos que, aunque lo hubieron matado, al fin lo reconocieron y aceptaron o cómo los religiosos de la época que mantuvieron sus corazones endurecidos para la fe?

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