La oración es una de las prácticas más importantes en casi todas las religiones. Eso es así porque el ser humano intenta de alguna forma comunicarse con Dios y presentarle sus demandas e inquietudes. En la espiritualidad cristiana, específicamente, la oración ocupa un lugar de mucha importancia y la recomendación del apóstol Pablo de “orad sin cesar” (1 Ts 5.17) ha encontrado un espacio significativo en la religiosidad de los cristianos a lo largo de todos estos siglos. Se entiende como parte del diálogo entre Dios y el creyente, en el que éste responde a la palabra y a la obra redentora de Dios en su vida. En ese sentido, la oración es una de las maneras en que el ser humano reacciona positivamente a la voz y al toque de Dios en su vida, o en las palabras de Agustín de Hipona: “La oración es el encuentro de la sed de Dios y la sed del hombre”.
Pero si dejamos de lado esta dimensión de espiritualidad que hay en la oración cristiana, nos encontraremos con una variada gama de experiencias en torno a la oración. Lo podemos ver, por ejemplo, cuando las personas creen que por medio de la oración pueden obtener de Dios todo lo que le apetece, transformando a Dios en una especie de supermercado y a la oración en una llave mágica que abre la puerta del supermercado; o cuando creemos que la oración es una especie de desahogo y recurrimos a ella para que nos sintamos mejores con nuestras verdaderas culpas.
Sin embargo, la oración va más allá de todo eso en la vida cristiana, puesto que se vincula al ejercicio de la fe y a la experiencia de vida con Dios. En ese sentido, por medio de la oración uno expresa a Dios espontáneamente su adoración, su gratitud por todas las cosas, su arrepentimiento por el pecado y su sincera confesión. Además, por la oración también le presentamos a Dios humildemente nuestras necesidades humanas y nuestras peticiones.
Así siendo, la oración es una práctica que tiene como objetivo acercarnos más a Dios. Eso significa que cuando oramos manifestamos nuestro deseo de convivir a diario con Dios, tomando en serio las implicaciones de su palabra y de su voluntad para cada dimensión de nuestras vidas. Por la oración nuestra fe es aumentada, nuestra confianza y esperanza en Dios se solidifican y crece nuestra disposición de obedecer y servir a Cristo en este mundo. En ese sentido, suenan significativas las palabras de Andrew Murray: “Aquel que ha aprendido a orar, ha aprendido el más grande secreto de una vida santa y feliz”.
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