Que la pluralidad es un hecho en las sociedades actuales no lo hay como negar. La enorme diversidad étnica que, por la vía de la inmigración por ejemplo, ocupa los mismos espacios urbanos, educacionales y comerciales es una demostración de ese hecho. En esa dimensión también podemos ver que la pluralidad religiosa se hace cada día más presente en todo el mundo y en nuestro país ocupando de forma insistente, y para muchos incómoda, las noticias diarias.
Es difícil intentar definir en pocas palabras todo lo que conlleva el pluralismo, visto que además de la pluralidad étnica que comparte los mismos espacios urbanos, abarca principalmente conceptos filosóficos y hermenéuticos que desembocan en una gran dificultad en considerar cualquier afirmación como una verdad absoluta. El carácter mismo del pluralismo es relativista en cuanto a la verdad: lo que es verdadero para uno puede perfectamente que no lo sea para otros. Esa plena libertad con que se maneja el tema de la verdad se consigue cuando todo lo que asume la posición de dogma o de verdad absoluta concientemente es descontruido y totalmente descompuesto. En ese sentido, en la sociedad pluralista de hoy todo punto de vista que proclame una verdad exclusiva es necesariamente falso.
Ante eso, el impacto del pluralismo se ve visiblemente en todos los sectores de la sociedad humana. En términos religiosos, obviamente, su impacto es tremendo: con la desconstrucción de la verdad pasamos a vivir lo que Stephen Carter llama de “una cultura de la incredulidad” dónde todos los valores y devoción religiosa (cristiana o no) están bajo sospecha y no tienen derecho a ninguna influencia ni manifestación pública.
Pero el problema que no todos lo mencionan es que el pluralismo (su relativización de la verdad y desconstrucción de todo dogma) se convierte en un nuevo dogma que domina todos los espacios conceptuales, todas las dimensiones de lo público y establece los parámetros para todas las relaciones humanas y sociales. “Está de moda decir que vivimos en una sociedad pluralista – no solo una sociedad que de hecho es plural debido a la variedad de culturas, religiones y estilos de vida que abarca – sino pluralista en el sentido de que esta pluralidad es algo que todo el mundo acepta y valora” (Lesslie Newbigin).
Como cristianos, por tanto, vivimos una realidad en la que nos está filosóficamente vetado el derecho de manifestar públicamente nuestra creencia. Las creencias y las verdades religiosas están destinadas al confinamiento del foro íntimo de los que las aceptan, puesto que ninguna fe religiosa tiene ya el derecho de presentarse como siendo la verdad ni de proclamar a su fe como verdadera. Ante esa realidad establecida, “el único credo absoluto es el credo del pluralismo” (Donald Carson). Así siendo, no hay como no pensar que el pluralismo con su relativismo e increencia asume la postura de una gran y extensa religión que crece y ocupa todos los espacios del actual mundo occidental. Estamos, de hecho, ante un nuevo y tremendo fenómeno religioso.
Con eso, los cristianos nos vemos desafiados ante esa realidad filosófico-religiosa. Nuestra fe en la autoridad de la palabra de Dios (la Biblia) debe de ser reforzada cada día y nuestra relación personal con Dios crecer de manera sólida y saludable. El retorno a las enseñanzas de la Biblia es una de las prioridades más grandes que tenemos en estos días de relativismo y pluralismo. Conocer y comprometernos con sus enseñanzas y con su ética, además de vivir visiblemente a diario sus principios, es una de los retos más misioneras que tenemos en nuestros días. “Sin revelaciones absolutas que provengan de Dios mismo, estaremos a la deriva en un mar de ideas conflictivas relacionadas con la conducta, la justicia, el bien y el mal, que provendrán de una multitud inmensa de pensadores conceptuales” (John Owen).
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