miércoles, 10 de marzo de 2010

La Fe y la Falta de Fe

La fe es sin duda una parte significativa de la vida cristiana. El apóstol Pablo nos lo enseña de forma muy clara cuando dice que “la fe viene como resultado de oír el mensaje, y el mensaje que se oye es la palabra de Cristo” (Rm 10.17), que “por gracia habéis sido salvados mediante la fe, esto no procede de vosotros, sino que es el regalo de Dios” (Ef 2.8) y que “en el evangelio se revela la justicia que proviene de Dios, la cual es por fe de principio a fin, tal como está escrito: El justo vivirá por la fe” (Rm 1.17). Pero, por otro lado, en una ocasión cuando Jesús trataba con sus discípulos sobre el perdón que debemos a los que nos ofenden, nos deparamos con un pedido muy interesante de éstos: “¡Aumenta nuestra fe!” (Lc 17.5). Seguramente, le piden más fe a Jesús porque la que tenían les parecía insuficiente para perdonar a los que les ofendían.
Claro está que tenemos que comprender que la fe que se relaciona directamente con la obra salvadora de Dios que nos justifica ante él de todo el pecado y de sus consecuencias eternas. En ese sentido, la fe salvadora es una dadiva que recibimos exclusivamente de Dios. Esta fe salvadora, por otro lado, debe crecer a diario en nuestra vida como seres humanos y en nuestra experiencia cristiana, asumiendo una dimensión cada vez más amplia en nuestro ser. Es lo que llamamos de santificación. En ese sentido, la crisis de fe cumple también su propósito santificador cuando nos lleva a una comunión renovada con Dios.
Hay una historia en el evangelio que mucho me impresiona cuanto a eso (Mc 9.14-27): el padre de un muchacho endemoniado pidió a los discípulos que ayudaran a su hijo, pero sin ningún éxito. Al saberlo Jesús define la experiencia de falta de fe aquél hombre y de sus discípulos exclamando: “¡Ah, generación incrédula!” Y al comentarle a Jesús lo que le pasaba al muchacho le pide el padre: “Si puedes hacer algo, ten compasión de nosotros y ayúdanos”. La respuesta de Jesús a este pedido de ayuda tuvo que ver también con la fe: “¿Cómo que si puedo? Para el que cree todo es posible”. Pero lo que más me impresiona es la forma que el padre del muchacho reacciona con lágrimas ante Jesús: “¡Si creo, Señor!… ¡Ayúdame en mi poca fe!”
Siempre me ha impresionado ver como aquél hombre reconoció honestamente y confesó públicamente, a la vez, su fe y su incredulidad. Reconoce que cree y le pide a Jesús ayuda para su falta de fe. Es como se aquél hombre hubiera llegado al límite en su búsqueda de ayuda a su hijo y se quebrantara totalmente ante Dios. Creía en Dios pero necesitaba de ayuda para superar definitivamente su falta de fe en aquél particular, ayuda que solo la encontró en Jesucristo.
Es muy común que todos nosotros tengamos también nuestras “crisis de fe”. En determinadas épocas de la vida, muchas veces por las circunstancias que vivimos, nos sentimos como si la fe nos faltara o como si no pudiéramos más creer que Dios está a nuestro lado. Parece que la experiencia de la fe y de la falta de fe caminan juntas en varios momentos de nuestras vidas. Pero si buscamos sinceramente en Jesucristo la ayuda necesaria, confesándole honestamente nuestra fe y falta de fe, depositando con confianza nuestra vida en sus manos, seguramente encontraremos el auxilio para seguir adelante, como hizo el hombre de la historia. “Cuando no podamos ver el rostro de Dios, tengamos confianza bajo la sombra de sus alas” (Charles SPURGEON).

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