martes, 13 de diciembre de 2011

¡Perdóname!

“Yo a éste no lo perdono”. “Necesito que me perdones”. ¿Hemos oído o dicho palabras como estas alguna vez? ¡Ciertamente que sí! Parece que el tema del perdón es algo que no resulta fácil a nadie. Ninguno de nosotros estamos habilitados, por nuestra propia naturaleza humana comprometida con el alejamiento de Dios, a reconocer nuestros errores y pedir perdón, a no ser en el caso de que eso nos beneficie a corto plazo. Por ejemplo, muchos reconocemos que hemos metido la pata con alguien, pero como lo necesitamos para nuestros propios intereses, le decimos que lo sentimos y así podemos lograr nuestros objetivos. De la misma forma, nos cuesta abrir mano del sentimiento de orgullo herido y deseo de una ejemplar venganza, y perdonar de corazón a alguien que nos ha ofendido.
Pero el pedir perdón y el perdonar son las dos caras de una misma moneda que se llama “la gracia de Dios”. No son actitudes que naturalmente brotan de nuestro bondadoso corazón alejado de Dios, sino que son actitudes que reflejan la obra de Cristo implantada por su gracia en nuestro ser. En ese sentido, el camino del perdón es el mismo camino de nuestro seguimiento de Cristo y del evangelio.
La parábola del siervo despiadado que supo recibir el perdón pero no supo perdonar al que le debía, ha sido dada por Cristo para explicar mejor lo que significa el perdonar y pedir perdón. La pregunta de Pedro posiblemente haya sido muy impresionante a sus propios ojos: “Señor ¿cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano que peca contra mí? ¿Hasta siete veces?” El número siete para los judíos del primer siglo representaba la “perfección” y, para Pedro, perdonar hasta siete veces a una misma persona era como alcanzar el máximo de su espiritualidad.
La respuesta de Cristo le mostró, y a nosotros, que la espiritualidad humana fundada en nosotros mismos no vale para nada ante Dios: “no te digo que hasta siete veces, sino hasta setenta y siete veces” o como en la mayoría de las traducciones, hasta setenta veces siete. La espiritualidad y el perdón, por tanto, se fundamentan en Dios.
Cuando entramos en la parábola contada por Cristo en Mateo 18.21-35 para explicar mejor el perdón desde la perspectiva de Dios, nos encontramos con tres realidades fundamentales:

1. El perdón es parte del carácter de Dios: “el reino de los cielos se parece a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos. Se le presentó uno que le debía miles y miles de monedas de oro. Como no tenía con que pagar, el señor mandó que lo vendieran a él, su esposa, hijos y todo lo que tenía para saldar su deuda. El siervo se postró delante de él: ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo. El señor se compadeció, le perdono la deuda y lo dejó en libertad”.
El compadecerse con misericordia y perdonar es la manifestación más profunda del ser mismo de Dios. El rey de la parábola, que representa a Dios, manifiesta el perdón de forma libre. Se trata de un perdón que reconoce y cumple con la justicia. Por eso, al preguntarnos de dónde vienen el perdón y la misericordia, la respuesta que encontramos es que estos elementos provienen del carácter de Dios y son resultados de su bondad.
En ese sentido, siendo el perdón parte del carácter de Dios, podemos concluir que el perdón ocupa un lugar clave en la salvación del ser humano. El profeta Isaias (43.25), hablando sobre la misericordia y el perdón divinos, mencionas las palabras de Dios que dicen: “yo soy el que por amor a mí mismo borra tus transgresiones y no se acuerda más de tus pecados”. Algo parecido es lo que dice el profeta Miqueas (7.18-19): “¿Qué Dios hay como tú, que perdone la maldad y pase por alto el delito del remanente de su pueblo? No siempre estarás airado, porque tu mayor placer es amar. Vuelve a compadecerte de nosotros. Pon tu pié sobre nuestras maldades y arroja al fondo del mar todos nuestros pecados”.
La actitud salvadora de Dios incluye la dimensión más profunda del perdón hacia nosotros. Dios nos perdona los pecados porque quiere ver su perdón esparcido por toda la tierra como manifestación de su carácter salvador y de su obra redentora en la vida de los seres humanos. El perdón, por tanto, es uno de los primeros beneficios que recibimos de Dios como consecuencia de la nueva vida en Cristo que nos da, y no de los requisitos más importantes de la obra salvadora de Dios en el mundo.
Y es precisamente por esa razón que a los cristianos se les puede identificar como personas que llevan en sus vidas las marcas del perdón divino y, consecuentemente, perdonando a los que les ofenden y siendo perdonado por aquellos a los que han ofendido. La instrucción del apóstol Pablo lo refleja de forma muy clara, cuando dice: “sed bondadosos y compasivos unos con otros, perdonándoos mutuamente, así como Dios os perdonó en Cristo” (Efesios 4.32). Eso dicho, volemos al texto de la parábola de Cristo donde encontramos a otra de las realidades fundamentales del perdón.
2. La realidad de perdonar a los que nos ofenden: “Al salir, aquél siervo se encontró con uno de sus compañeros que le debía nada más que cien monedas de plata. Lo agarró por el cuello y comenzó a estrangularlo. Págame lo que me debes. Su compañero se postró ante él. Ten paciencia conmigo y te lo pagaré. Pero se negó y lo hizo meter en la cárcel hasta que pagara la deuda”.
Su actitud no tuvo nada que ver con la forma como el rey le había perdonado a él. En el caso de la parábola el perdón recibido no ha llegado al corazón del siervo, puesto que trató sin misericordia y sin perdón a su compañero que le debía una ínfima parte de su antigua deuda con el rey. No supo ni quiso perdonar, aunque hubiera sido plenamente perdonado, lo que le costó un justo castigo. Dice el rey en la parábola: “¡Siervo malvado! Te perdoné toda aquella deuda porque me suplicaste. ¿No debías tú también haberte compadecido de tu compañero, así como yo me compadecí de ti? Y lo entregó a los carceleros para que lo torturaran hasta que pagara todo lo que debía”.
El ejemplo del siervo que no supo ni quiso perdonar nos sirve para que pensemos sobre nuestra propia realidad como personas que hemos sido perdonadas por la gracia de Cristo y que, en consecuencia, debemos manifestar el perdón de Dios al mundo, perdonando a los que nos ofenden. Dios se ha compadecido de nosotros, nos ha acercado a su lado y nos ha perdonado los pecados. ¿Por qué pensamos y actuamos como si esa realidad no interfiriera en nuestra vida común? ¿Por qué pensamos y actuamos como si el perdón de Dios en nosotros no nos llevara a perdonar a los que nos ofenden?
Perdonar a los que nos ofenden es una realidad posible a medida que asumimos el perdón que hemos recibido de Dios por su gracia salvadora y nos acordamos de que, al contrario del siervo de la parábola, fuimos perdonados para vivir una vida perdonadora. Por eso, ya no hay más razones para que estemos ajustando cuentas con los demás; solo a Dios pertenece el ajuste de cuentas y él lo hará según su misericordia y justicia, le entregamos toda nuestra justicia a él y actuamos y nos comportamos de forma coherente con la redención recibida. Dice Proverbios 11.17: “el que es bondadoso y misericordioso se beneficia a sí mismo; el que es cruel, a sí mismo se perjudica”.
Así siendo, en cuanto dependa de nosotros, debemos buscar siempre la paz con todos, la mutua edificación y la santidad, sin la cual nadie verá a Dios.
Pero siguiendo un poco más, aprendemos otra realidad fundamental del perdón.
3. La realidad de pedir perdón a los que hemos ofendido: Si por un lado debemos perdonar porque hemos sido perdonados por Cristo, por otro lado y por la misma razón, debemos aprender a pedir a Dios y a los demás que nos perdonen por nuestras faltas y ofensas.
Confesar un pecado a Dios o confesar una ofensa a alguien (al cónyuge, a los padres, a un hermano, a los hijos, a un amigo, etc) requiere de nosotros un verdadero arrepentimiento y el hecho concreto de la confesión. “Lo siento muchísimo, perdóname” son palabras que no pueden ser usadas como un instrumento para obtener lo que queremos, sea con Dios, sea con las personas; más bien, son palabras que surgen del sentimiento y reconocimiento más profundos de que hemos fallado. Son palabras que las debemos decir personalmente y no suponer que el otro ya lo sepa.
Reconocer nuestras faltas es el primer paso para la confesión y crea en nosotros un espíritu humilde lo suficiente para que podamos acercarnos al otro, afirmando nuestro arrepentimiento. Por eso, “perdóname” se fundamenta en que hemos sido perdonados por Dios en definitivo y que su salvación se procesa en nuestras vidas a diario. En el caso de no hayamos entregado nuestras vidas a Cristo, de forma clara, verbal y personal el perdonar, el ser perdonado y el pedir perdón son conceptos y prácticas muy poco consistentes en nuestras mentes; pero, siempre es tiempo para rendir nuestro ser a Cristo, de manera clara, verbal y personal, y disfrutar del perdón como una experiencia nueva y transformadora que nos viene de Cristo.
“Perdóname” supone también que debemos dejar de ofender. Eso significa que nuestro arrepentimiento, como fruto de la gracia de Dios en nosotros, es grande y fuerte lo suficiente como para movernos de nuestro lugar común y llevarnos a una nueva posición ante Dios y ante la persona a la que hemos ofendido. Por tanto, “perdóname” es una palabra que sale de nuestros labios como una actitud transformadora de sentimientos, situaciones y concepciones, porque se deriva del perdón de Dios para con nosotros.

Perdonar y pedir perdón, resultados de la obra redentora de Dios por intermedio de Cristo, son actitudes gemelas que eliminan todos los sentimientos y barreras entre las personas. El resentimiento, el odio, el deseo de venganza deben desaparecer con el perdón genuino. Es como la curación de una herida.
Sin duda que se trata de un largo proceso en el que contamos siempre con la diestra de Dios. Lo importante es que tengamos la renovada disposición a perdonar y a pedir el perdón, aunque sabemos que para completarse el proceso emocional y moral en muchos casos puede llevar su tiempo y doler un poco, como le pasó con José en Egipto y sus hermanos (Génesis 45, 50).
Pero aun así es un proceso que nos viene de la gracia de Dios y se trata del camino recogido por el propio Jesucristo a nuestro favor y en nuestro lugar. Es, también, ahora, nuestro camino de vida. Si todavía no hemos dados los primeros pasos en ese camino, no hay más porque esperar para hacerlo. ¡Que Dios nos ayude en especial a perdonar y pedir perdón!

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